martes, 4 de diciembre de 2012

Ella.

Esa que todos los días mira por la ventana nada más despertarse para ver si el mundo está del mismo humor que ella. Ella que no deja que un mal día le borre la sonrisa. Esa sonrisa. La que provoca en mi una estampida de mariposas que revolotean por mi estómago, los oyuelos a los lados de su boca y esa arruga que se le forma al achinar los ojos que sólo me da más ganas de besarla.
Que me he aprendido cada sonrisa; la vergonzosa, que lo único que intenta es esconderse del mundo mientras enrojece sus mejillas; la traviesa, que acompaña su mirada salvaje y a mil y una caricias de las cuales sólo nosotros conoceremos el recorrido; la que pone cada vez que camela a alguien, o algo le agrada o sorprende; y, cómo olvidar, la más bonita de todas, la que se le escapa siempre que me ve, esa que consigue enamorarme locamente cada día.
Y me sé de memoria el tacto de sus yemas, el sabor de su piel, la forma en la que se aparta ese rebelde mechón de pelo que siempre consigue escaparse de detrás de su oreja, cayendo entre sus ojos, el significado de todas y cada una de sus miradas, cómo le gusta el café, la manera en la que se enciende el cigarrillo, el tiempo que tarda en ducharse, y cómo insinúa que la acompañe.
Que ya me conozco el movimiento de sus caderas al andar, la mirada que me dice lo mucho que me necesita, su voz cuando está a punto de derrumbarse, la forma en la que se desviste, y cómo se vuelve a poner la ropa. Que me sé hasta cómo se muerde el labio inferior cuando quiere algo... Y ojalá ese algo sea siempre yo.

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