viernes, 22 de marzo de 2013

Hoy he estado pensando en sus manos. Cosa extraña, ¿verdad? Echar de menos las manos de alguien... Cualquiera diría que se trata de locura, pero no. No es locura, es añoranza.
Añoro su mano agarrando la mía, guiándola hasta sus labios para impregnarla de dulces y tiernos besos. Añoro el modo en el que me aferraba a él cogiéndome de las caderas al besarme. Cómo se revolvía el brillante pelo al estar inquieto, o como me apartaba el mio de la cara cuando un vergonzoso mechón se interponía entre sus ardientes y posesivos ojos y los míos. Añoro cuando recorría con su dedo índice mi oreja, bajando por la barbilla, el cuello y el escote, hasta el vientre, y cómo volvía a hacer ese recorrido durante horas. Sus manos eran como mi cuna, mi fortaleza, allí donde nadie, absolutamente nadie podía herirme.
Añoro como me elevaban hasta la cima del mundo, llenándome de éxtasis y deseo, hasta que explotaba en mil añicos a su merced, como conseguía entrecortar mi respiración sólo con tocarme, acelerando mi pulso y parando el mundo de ahí fuera. Añoro la forma en que me reconstruía a base de caricias siempre que me derrumbaba sin fuerzas ni ganas de seguir luchando. Si, sin duda alguna sus manos eran mis protectoras, mi castillo lleno de guardias armados con un gran foso a los pies, mi propia valla electrificada, la cual nadie podía atravesar para hacerme daño. Nadie..., excepto él.

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